Lo que realmente pensaban estos hombres -sobre la
economía y uno del otro- es más complicado. Ambos llegaron a la mayoría de edad
intelectual en la posguerra de la Primera Guerra Mundial. Vivieron el auge
económico de los años veinte y la Gran Depresión y llegaron a opiniones
radicalmente distintas sobre si es sensato permitir que el capitalismo de libre
mercado siga su curso.
Keynes llegó a la conclusión de que los mercados no
generarían automáticamente el pleno empleo y que durante las crisis económicas
podría haber largos periodos de paro a gran escala. Sostenía que el Gobierno
tenía el deber de aliviar el sufrimiento de los parados aumentado la demanda
agregada de bienes y servicios.
Durante los años 20, Gran Bretaña tuvo que soportar
un paro elevado de forma persistente. Los sucesivos responsables políticos,
preocupados por el aumento del gasto y la disminución de los ingresos fiscales,
hicieron caso omiso de los llamamientos de Keynes en favor del gasto público,
con lo que desencadenaron lo que él denominaba un “círculo vicioso”.
“No hacemos nada porque no tenemos el dinero
necesario”, decía Keynes en 1930 a un comité gubernamental que investigaba las
causas de la crisis económica. “Pero es precisamente porque no hacemos nada por
lo que no tenemos dinero”.
Al comenzar la década de 1930 la economía mundial se
encontraba sumida en la crisis más profunda de su historia. La gran obra de
John Maynard Keynes sobre la inestabilidad de las economías capitalistas estaba
en gestación. La trayectoria intelectual que seguiría este economista se vería
atravesada por una controversia que muchos han calificado como “el debate del
siglo”.
Las líneas divisorias que hoy cruzan el pensamiento
económico le deben mucho a ese debate. Por ejemplo, el análisis sobre el papel
del Estado y la política en la gestión económica depende de manera esencial de
aquella polémica.
En esencia, el paisaje del campo de batalla quedó
claramente definido desde las primeras escaramuzas entre Hayek y Keynes. Por un
lado, encontramos la creencia en la existencia de fuerzas estabilizadoras en
los mercados. Por el otro, nos topamos con un esfuerzo analítico centrado en la
inestabilidad intrínseca de las economías capitalistas. Pero nos estamos
adelantando.
Hayek llegó a una conclusión muy diferente. Tras
participar en la Primera Guerra Mundial, encontró su amada Viena asolada y la
confianza de su pueblo destruida. Durante la década siguiente, la
hiperinflación castigó la economía austriaca e hizo desaparecer los ahorros de
millones de personas. Esta experiencia volvió a Hayek inflexible con quienes
defendían la inflación como cura para una economía en quiebra. Y llegó a creer que
quienes defendían los programas de gasto público a gran escala para acabar con
el paro estaban incitando no solo una inflación incontrolable sino también a la
tiranía política.
En 1928 Friedrich Hayek fue invitado a dar tres
conferencias en la célebre London School of Economics (LSE). Sus anfitriones
quedaron encantados. Una de las estrellas ascendentes de la LSE, Lionel
Robbins, invitó a Hayek a pasar una temporada en la LSE: su plan era
convertirlo en el ariete central para atacar las tesis que comenzaban a surgir
del grupo cercano a Keynes en la Universidad de Cambridge.
Keynes había saltado a la fama en 1919 por su
pequeño gran libro Las consecuencias económicas de la paz, en el que
presentó una dura crítica al revanchista Tratado de Versalles. Keynes mostró
que Alemania no soportaría las reparaciones de guerra impuestas por los
vencedores y que la inestabilidad política sería uno de los resultados. En el
contexto actual de la imposición de medidas de austeridad fiscal sobre los
países de Europa.
El 1923 Keynes publicó su Ensayo sobre la
reforma monetaria, en el que sostuvo que los cambios en la cantidad de
moneda podían inducir una expansión o una contracción de la actividad económica
al generar incertidumbre sobre los precios futuros. La conclusión era clara: se
necesitaba una política monetaria activa para estabilizar el nivel general de
precios. Pero Hayek concluyó que una política monetaria podía disfrazar
tendencias inflacionarias y aquí comienza la larga e importante controversia
entre Keynes y Hayek.
De ese modo quedaba trazado el frente de la batalla
entre Keynes y Hayek. Pero fue un duelo caracterizado por el respeto mutuo.
Keynes, por ejemplo, compartía la desconfianza de Hayek hacia el socialismo,
mientras que Hayek admitía que, en caso de paro crónico, la planificación podía
funcionar si no conducía a la opresión. Pero seguía siendo un duelo. En 1936,
Keynes publicaba Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero,
que abordaba el tema de la economía tradicional y las personas como Hayek que
suscribían sus principios. Entre los blancos de Keynes había varias ideas
aceptadas desde hacía mucho: que los niveles de empleo están determinados por
el precio de la mano de obra, que la oferta genera su propia demanda y que los
ahorros se traducen automáticamente en inversión.
Keynes no esperaba que sus hallazgos condujesen a una violación de la libertad personal. En lugar de eso Keynes creía que una sociedad próspera en la que todo el mundo tuviese trabajo era la manera más segura de mantener la independencia de pensamiento y acción que consideraba garante de la verdadera democracia.
Keynes no esperaba que sus hallazgos condujesen a una violación de la libertad personal. En lugar de eso Keynes creía que una sociedad próspera en la que todo el mundo tuviese trabajo era la manera más segura de mantener la independencia de pensamiento y acción que consideraba garante de la verdadera democracia.
La polémica se agudizó en 1931, cuando salieron
publicados dos de los más importantes libros de estos economistas: Precios
y producción, de Hayek, y el Tratado sobre la moneda, de Keynes.
Poco a poco se iba perfilando el duro contraste entre las posturas de los dos
autores. Hayek sostenía que el incremento en el ahorro traería consigo una
mayor inversión en bienes de producción. En cambio, Keynes argumentaba que un
incremento en el ahorro podía traer aparejado una contracción económica si no
iba acompañado de expectativas favorables a la inversión.
Para Hayek, el análisis de Keynes conducía a una de
las peores herejías: el desequilibrio entre ahorro e inversión no podía ser
corregido por las fuerzas del mercado. Esto significaba que no existía un
mecanismo corrector capaz de rectificar las posibles disparidades en una
dimensión tan importante de la economía. Para Hayek lo peor era que esa
conclusión podía generalizarse a toda la economía: no habría ningún mecanismo
endógeno capaz de mantener el equilibrio entre oferta y demanda.
El contenido
teórico de la discusión se hizo cada vez más complejo y, al transcurrir los
años, sólo un pequeño grupo de especialistas podía seguir de cerca los
argumentos de cada grupo. En 1932 otro economista del círculo cercano a Keynes,
Piero Sraffa, dio a conocer una durísima crítica a la obra de Hayek. El ataque
se centró en el papel que jugaba la llamada “tasa natural de interés” en la
obra del austriaco. La crítica de Sraffa sería decisiva: Hayek nunca volvió a
escribir un libro de teoría económica y tampoco abrió un debate con Keynes
sobre la Teoría general. Desde 1937, cuando terminó la polémica con
Sraffa, Hayek se fue dedicando a un género que le sentaba muy bien, el del
panegírico ideológico. El libro que lo consagró, el Camino de servidumbre,
es una obra de opinión en la que todo lo que huele a intervención gubernamental
es considerado un embrión de socialismo totalitario o de fascismo. Pero Keynes
señaló que el fascismo no había sido el resultado de una excesiva injerencia
del gobierno en la economía, sino del desempleo y la inestabilidad del
capitalismo.
Hayek tuvo la ventaja de haber sobrevivido por
varias décadas a Keynes. Así pudo atacar a un contrincante que no podía
responderle. Durante su larga vida, Hayek mantuvo su fe en las virtudes del
libre mercado y su capacidad de autorregulación.
Durante las décadas siguientes, las ideas de Hayek y
sus defensores como Milton Friedman, que sostenía que la política monetaria y
no la fiscal era la principal herramienta para gestionar la economía, ganaron
influencia. En opinión del autor, la influencia de Hayek quedaba reflejada en
el “Contrato con Estados Unidos” de 1994, la promesa republicana de reducir el
tamaño del Gobierno; en las posteriores leyes de presupuesto equilibrado del
presidente Bill Clinton; y en las operaciones de la Reserva Federal mientras
estuvo presidida por Greenspan.
En 2007, el mercado de las hipotecas de alto riesgo empezó a desmoronarse, lo que indicaba que el experimento de varias décadas de duración consistente en permitir que unos mercados apenas controlados generasen crecimiento y prosperidad había fracasado. Durante los dos años siguientes se produjo un rápido regreso a las recetas keynesianas, que culminó a principios de 2009 con el programa de recuperación del presidente Obama, de 787.000 millones de dólares. Por entonces, sin embargo, la vieja lucha ideológica había resurgido. Y tras apenas un silencio de semicorchea, volvió a estallar la vieja polémica de Keynes y Hayek. Era como si los 80 años transcurridos no hubiesen pasado.
En 2007, el mercado de las hipotecas de alto riesgo empezó a desmoronarse, lo que indicaba que el experimento de varias décadas de duración consistente en permitir que unos mercados apenas controlados generasen crecimiento y prosperidad había fracasado. Durante los dos años siguientes se produjo un rápido regreso a las recetas keynesianas, que culminó a principios de 2009 con el programa de recuperación del presidente Obama, de 787.000 millones de dólares. Por entonces, sin embargo, la vieja lucha ideológica había resurgido. Y tras apenas un silencio de semicorchea, volvió a estallar la vieja polémica de Keynes y Hayek. Era como si los 80 años transcurridos no hubiesen pasado.
Alejandro Rocamora Fernández
Fuentes: